miércoles, 6 de noviembre de 2013

Día 310 - Un bigote grueso y cano

Hoy me desperté cantando “Mafia rusa en la costa del sol”, de Airbag. No de Airbag el trío musical argentino de los muchachitos de los peinados fastuosos, sino de Airbag el trío malagueño de los tíos con aspecto de nerds u oficinistas con más de veinte años de antigüedad. Samuel y mi primo Luján, rastafari de la localidad de Luján, me miraban debatiéndose entre el desconcierto y el hartazgo. Parecía que estaban esperando a que terminara la canción para soltar un sinnúmero de reproches. No tuve la oportunidad de comprobarlo, porque el sonido del timbre los distrajo y me permitió evadirme.
—¿Quién es? —pregunté.
—¿Natalio? ¿Es usted? Soy yo, Lucrrrecia —respondió la voz al otro lado del portero eléctrico.

¡Lo que me faltaba! Con todo lo que me había sucedido en los últimos días, me había olvidado (tal vez un poco intencionadamente, para mitigar, quizá, la sensación de culpa que me producía el hecho de estar entrenando a la boxeadora equivocada) de la pelea entre Vicky y Lucrecia. Pensé que esos días sin entrenamiento para la falsa Lucrecia le darían a Vicky una pequeña ventaja que, en una pelea igualada como la que imaginaba, sería definitoria. Sin embargo, me bastó con pasear una mirada ligera por el cuerpo de mi pupila para saber que había aprovechado al máximo los días de mi ausencia.
—¿Estuviste entrenando? —le pregunté.
—Sí, la parrrte física. Parrra la estrrrategia lo estaba esperrrando a usted, que conoce muy bien a mi rrrival —me respondió.
—Bueno, vayamos al gimnasio —dije antes de subir a la furgonetita.
—¿A qué gimnasio? —me preguntó.
—Al de Arnoldo Jorge Negri —le dije yo— ¿A cuál si no?
—De ninguna manerrra, señorrr. Está muy equivocado si crrree que voy a hacerrr mi prrreparrración en la casa del enemigo.
—¿Y entonces?
—Entonces maneje. Yo le indico hacia dónde.
Seguí sus instrucciones y estacioné frente a un restorán de comida rusa y ucraniana. No supe si se llamaba Ermak o si el trabajo mancomunado del viento y el tiempo habría volteado alguna letra del cartel que adornaba la fachada. Me ilusionó la posibilidad de que me invitara a almorzar, pero no. Entramos al restorán y avanzamos entre las mesas hasta llegar al mostrador.
—Natasha —le dijo el hombre apostado tras la barra.
—Sergey —le dijo ella y, tras invitarme a seguirla mediante un gesto, pasó al otro lado del mostrador y se perdió tras una puerta de madera.
Recorriendo el mismo camino que ella, atravesé una extensa cocina en la que dos hombres muy altos y robustos atendían la preparación de distintos platos. Al final de la cocina había una puerta de chapa y detrás de esa puerta un gimnasio equipado para practicar boxeo con elementos de la época de la guerra fría. Aquel parecía ser el lugar de reunión de la mafia rusa en la Ciudad de Buenos Aires. En una de las paredes habían colgado ametralladoras, rifles y pistolas viejos; en otra, había posters y fotos de los hermanos Klitschko; en otra, una bandera roja con una hoz y un martillo amarillos, y en la restante un retrato de un señor uniformado que tenía un bigote grueso y cano.
—¿Adónde me trajiste? —le pregunté a Lucrecia.

—A la casa de mis amigos —dijo— ¡Acá vamos a entrrrenarrr!

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