domingo, 14 de julio de 2013

Día 195 - La caída

Hoy me desperté cerca del mediodía cantando “Los mareados”, de Cadícamo y Cobián. Domingo. Un sol que no concordaba con la estación que estamos transitando calentaba la tierra. Había recuperado mi libertad y Vicky y yo habíamos dormido sobre la misma cama, abrazados, sin soltarnos en toda la noche. ¿Qué más podía pedirle a la vida? Quizá que calmara los dolores que me aquejaban como consecuencia de la golpiza que me habían dado en la comisaria; dolores insignificantes si los contrastaba con la plenitud que estaba sintiendo. De todos modos, para afrontar mi primer día en libertad con mayor satisfacción, le pedí a Vicky que me convidara uno de los calmantes que le había recetado la doctora. Todavía en ayunas, tomamos uno cada uno y salimos a caminar por las calles porteñas en busca de un sitio en el cual almorzar.
Mientras caminábamos sin un rumbo fijo, con el estómago vacío y el sol dándonos de lleno en nuestras caras llenas de machucones, Vicky me comentó que, durante su visita, la doctora le había aconsejado que, debido a que eran muy potentes, tomara los calmantes luego de una comida abundante y que, a fin de evitar mareos y caídas, guardara reposo por dos horas luego de haber tomado la pastilla.
—¿Y ahora me lo decís? —le pregunté.
Ambos reímos.
—No te hagas problema —me dijo—. Yo te cuido.
—¡Pero si vos también lo tomaste! —le dije.
Volvimos a reír. Parecíamos dos borrachos, caminábamos como dos borrachos, hablábamos y reíamos como dos borrachos. Sus pasos se mezclaban con los míos, mis palabras se confundían con las suyas.
—¡Rápido! —me dijo y coronó un silencio de tres o cuatro segundos con una carcajada descomunal —¡Tenemos que comer algo! ¡Vos! ¿Cómo te llamás? —me preguntó.
—Don Natalio Gris —le dije.
—Bueno, Don Natalio —me dijo, hablando con la boca torcida y los ojos extremadamente abiertos—, tendrías que conseguir un lugar para comer.
La miré, predispuse los labios como para decirle algo y sin pronunciar palabra me largué a correr. La resistencia del aire me hacía sentir muy vivo, y no era para menos después de haber sufrido tres días de encierro injustificado. Riendo a carcajadas, Vicky me persiguió hasta la puerta de un restorán. Estábamos drogados, sí, pero la que habíamos consumido era una droga legal, adquirida bajo receta. De todos modos, por las dudas, para no sumar un nuevo episodio al libro de mis antecedentes, permanecí en la vereda durante unos segundos y procuré recuperar la compostura. Comportándome como el más serio de los hombres serios, ingresé al restorán, pedí mesa para dos y me dirigí hacia donde el mozo nos había indicado. Ya frente a la mesa, agotado por la corrida reciente, mareado por el efecto de las drogas y dolorido por las secuelas de la golpiza que había recibido dos días antes, me desplomé hacia atrás con la idea de caer sobre la silla. Pero Vicky, que no se había percatado de la trayectoria que acababa de iniciar mi cuerpo, quiso tener un gesto de consideración para conmigo y me corrió la silla. Cuando me di cuenta, di un manotazo de desesperación y me tomé del mantel. Los platos, los cubiertos, los vasos y hasta la cesta con pan volaron por el aire. De no haber sido porque mi culo de Jessica Cirio amortiguó la caída, me habría lastimado el huesito dulce.
Luego de la caída, Vicky, muerta de risa, se arrojó sobre mí y nos prodigamos en una carcajada tan estrepitosa como interminable. Finalmente, ni bien logramos pararnos, nos echaron a la calle y terminamos, como de costumbre, comiendo un choripán en uno de los carritos de la costanera.

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