sábado, 13 de julio de 2013

Día 194 - ¡Libertad, libertad, libertad!

Hoy me desperté en la incomodidad de mi celda vacía cantando “Rasguña las piedras”, de Sui Generis. De tanto estar encerrado sin poder hacer nada perdí la noción del tiempo y la capacidad de medirlo. Sentado sobre el piso, al rato de estar mirando un punto fijo de la pared, no supe determinar si habían transcurrido unos pocos minutos o varias horas. Recién cuando me dejaron un pedazo de pan y un vaso de leche fría supuse que serían las nueve, que es la hora a la que sirven el desayuno. A los pocos minutos, o después de varias horas, me dejaron otro pan y un vaso con agua. Ese era mi almuerzo. Recién era mediodía.

De tanto mirar la pared, comencé a encontrarle sentido a las manchas de humedad, como si fueran nubes. Una, ubicada en un rincón cerca del techo, tenía la forma de un perro, un perro grande, como aquel que mis padres le habían regalado a mi primer amiguito. A un costado del perro, unos centímetros más abajo, vi la imagen de un hombre haciendo malabares con cuchillos. Un lento escalofrío recorrió mi cuerpo de punta a punta y apoyé la espalda sobre el piso. En el centro del techo, vi a una mujer y a un hombre que, tomados de la mano, corrían escapando de la cara gigante que los perseguía. Cerré los ojos. No quería ver nada más, sin embargo, lejos de cesar, las imágenes cobraron mayor intensidad y realismo. Descubrí que el hombre y la mujer que huían éramos Vicky y yo; el rostro gigantesco pertenecía a Daniel Amoroso; desde un costado, el mimo nos arrojaba, uno tras otro, cuchillos filosos y oxidados; el perro corría delante nuestro, marcándonos el camino. Sentí que estaba a punto de enloquecer y hasta creí oír la voz de Vicky, que había nacido como un susurro para, poco a poco, convertirse en un grito furioso.
—¡Déjenme pasar! ¡Tengo derecho a verlo! —decía.
Oí el chirrido de una puerta que se abría, alguien encendió la luz. Me puse de pie y, trabando la cabeza entre dos de las barras de mi celda, observé la escena con algo de incredulidad. El oficial Sánchez había sido quien había encendido la luz y el oficial González trataba de contener a Vicky, que con el aspecto de una aparición avanzaba hacia donde yo estaba. Detrás de ella, a uno o dos metros de distancia, caminaban Arnoldo Jorge Negri y mi ex socio, el taxista abogado. Por un momento supuse que ese circo era un producto de mi imaginación, pero las heridas en el rostro de Vicky me dieron la pauta de que todo era real, porque mostraban una recuperación acorde a los días que yo llevaba ahí. Por su expresión de espanto, noté que, al igual que yo con las suyas, ella estaba atendiendo a las marcas que me había dejado la golpiza del día anterior. Cuando estuvo frente a mí, nos tomamos de la mano y me besó la frente. Fue tan auténtico el amor que me transmitió su gesto, que sentí el impulso de agradecerle al cielo por haber padecido todo lo que me había tocado padecer. El taxista abogado hizo entrega de un papel al oficial González y lo conminó a liberarme inmediatamente, aduciendo que no existían motivos para mantenerme detenido y advirtiéndoles que cada segundo que pasara allí dentro agravaría aún más la situación.
—Felicitaciones, Don Natalio —me dijo una vez que estuvimos fuera de la comisaria—. Es usted un hombre libre.

Luego de besar a Vicky y abrazarme con Arnoldo, este último condujo la furgonetita y nos llevó hasta nuestro nidito de amor.

2 comentarios:

  1. Acaso sea un poco cruel lo que voy a decir, y quiero que quede claro que estoy absolutamente en contra de la violencia policial, pero estos dolores te van a acercar un poco a los que debe sentir Vicky después de cada pelea.

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    1. Sí, puede ser, Fernando. Nos unen los machucones.
      Saludos!

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