miércoles, 12 de junio de 2013

Día 163 - Corazón de tortuga

Hoy me desperté cantando “Nafta”, de D´Agosta. Durante el que quizá haya sido el último desayuno compartido por los cuatro, le pregunté al mimo cómo se sentía. Lo sorprendió que estuviera hablándole y miró alternativamente a Samuel y a Luján como para constatar que no estuviera hablándole a uno de ellos. No le faltaba razón, ya que desde que el domingo lo había encontrado almorzando con mi madre, no había vuelto a dirigirle la palabra. Con cierta timidez, levantó el pulgar de su mano derecha.
—Pero, ¿no te duele un poco la cintura de llevar tanto tiempo durmiendo en la bañera? —le pregunté.
Como toda respuesta, encogió los hombros.
—¿Vos sabías —le dije— que las malas posturas prolongadas en el tiempo pueden traer consecuencias nefastas en el corto, mediano y largo plazo? Cuidado, porque un problema de columna podría condicionar el normal desarrollo de tus rutinas.
Reconfortado por mi preocupación respecto a su salud, hizo una serie de gestos que no pude entender.
—¿Qué dijo? —le pregunté a Luján.
—Que agradece tu preocupación —me respondió, sin quitar la vista del diario que estaba leyendo—, pero que no hace falta que temas por su salud, porque él se crió en un circo y, entre otras muchas cosas, fue contorsionista. Su cuerpo está habituado a las posiciones anómalas.
—Bueno, de todas formas —les dije—, no podemos seguir viviendo en estas condiciones. Vicky nos permite vivir acá a los cuatro porque tiene un corazón del tamaño de una tortuga marina, pero llegó el momento de que recuperemos nuestra autonomía. Por lo pronto, conseguí una habitación para que se mude uno de nosotros.
—¿Y quién va a ir? —preguntó Samuel, algo asustado ante la posibilidad de un cambio.
—¡Yo no! ¡Canté pri! —grité.
—¡Yo no! —dijo Samuel.
—Yo no creo que este modo de definirlo sea del todo justo —dijo mi primo Luján—, porque el mimo no habla y no puede “cantar pri” ni “segu” ni “ter”.
—Tenés razón —dije tratando de disimular la bronca— No había reparado en eso. Bueno, pensemos todos juntos: ¿quién de nosotros llegó último?
El mimo levantó la mano.
—¿Y quién está durmiendo en el baño?
El mimo volvió a levantar la mano.
—¿Y quién es, de nosotros cuatro, el de mayor edad?
El mimo dejó la mano levantada.
—¿Y quién se crió en un circo?
—¿Y eso qué tiene que ver? —me preguntó Luján.
—Es muy importante —le dije—, porque los circos son itinerantes por naturaleza y es evidente que una persona que se crió en esas condiciones va a estar mejor preparada para adaptarse a vivir en un lugar nuevo.
—En ese caso —dijo Luján—, yo pertenezco a la murga itinerante “Los Piantavotos de Ituzaingó”.
—Sí, pero vos sos menor de edad, Luján, y para ocupar esta habitación te haría falta la firma de un tutor. Lo mejor va a ser que el mimo aproveche esta oportunidad inigualable que mejorará no sólo su calidad de vida, sino la de los cuatro.
Unas horas más tarde, el mimo se acercó a mí con el bolso a cuestas y, mediante una seña, me preguntó a dónde debía dirigirse.
—Dejá, yo te llevo —le dije.
—Los acompaño —dijo Luján.
—No, mejor no —le dije—. No me gustan las despedidas.
No quería que Luján nos acompañara porque temía que quisiera quedarse cuando supiera que el lugar en el que había conseguido la habitación era el conventillo de Héctor “Bicicleta” Perales, quien había sido su secuestrador y padre adoptivo. Camino a la puerta, tomé la caja con la escaladora y les dije que había decidido donarla para que tuviéramos más espacio. Llevé al mimo hasta el conventillo y, tras hacer caso omiso a sus señas, le di tres palmadas en el hombro y regresé al monoambiente.

2 comentarios:

  1. Bien, Don Natalio, reconozco un alto grado de serenidad en todos tus movimientos para inducir al mimo a ir a vivir al conventillo.

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