martes, 5 de febrero de 2013

Día 36 - ¡A la morgue judicial!

Hoy me desperté cantando “Oh L`Amour”, de Erasure. El de ayer fue un día de grandes avances para el proyecto del paseador de porros. La canción de hoy me sugirió que debía ocuparme de otro de mis proyectos: el salón de belleza en los velorios. Sinceramente, siento que Antonio, mi peluquero amigo, era un socio natural para mí, pero el filo de las tijeras no es un gran amigo del Parkinson y el Alzhéimer. No me queda más remedio que ir en busca de un nuevo socio y, considerando que se trata de un proyecto innovador, único en el mundo, decidí que lo más adecuado sería incorporar sangre joven.
Dediqué la mañana a recorrer las peluquerías de vanguardia de la ciudad. No sé si estaré expresándome con claridad, si mi relato llega a reflejar la esencia del emprendimiento, porque ninguno de estos nuevos “estilistas” vio con buenos ojos el negocio que les estaba presentando. Algunos lo entendían como una broma y, como si el tiempo hubiera retrocedido hasta aquella época inocente de las cámaras ocultas, me preguntaban dónde estaba la cámara; otros me consideraban un lunático y se me reían en la cara a carcajadas; otros se ponían agresivos. Del último lugar que visité, el que vendría a ser el Estilista Madre mandó a dos de sus secuaces a que me echaran de ahí corriéndome con un secador y uno de esos gatillos que tiran agua. ¡Qué se jodan esos turros manipuladores del peine y la tintura! Cuando esto funcione y cobre fama mundial, van a venir de rodillas a pedirme que los deje trabajar conmigo.
Había llegado el momento de tomar una decisión: o dejaba todo ahí o comenzaba a visitar locales de menor calidad hasta dar con un potencial socio. Si elegía la primera opción, moriría antes de nacer la empresa que habíamos soñado con el trémulo Antonio; si elegía la segunda opción, corría el riesgo de terminar cayendo en tugurios de poca luz, gobernados por peluqueros de peines desdentados y tijeras oxidadas. De repente, dándome una nueva muestra de que febrero será el mes del despegue, se hizo la luz en mi cabeza. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? En lugar de intentar convencer a un “estilista” para que hiciera su trabajo en un contexto fúnebre, me convenía buscar a una de esas personas que se encargan de peinar y cortarle el pelo a los finados.
¡A la morgue judicial!
Llegué y, cuando quise entrar, el oficial de la puerta me detuvo.
—¿En qué lo puedo ayudar, señor? —me preguntó.
No podía decirle la verdad. Si los “estilistas” de vanguardia, que pertenecían al rubro, no habían sido capaces de comprender la idea, nada podía esperar del encargado de vigilar la entrada de la morgue judicial.
—Vengo a identificar el cadáver de mi primo Luján —le dije.
Ni falta hace aclarar que no tengo ningún primo que se llame Luján, pero supuse que cuánto más extraño fuera el nombre, más creíble resultaría mi coartada. Lamentablemente, el entusiasmo que me había generado la maravillosa idea que se me había ocurrido terminó por jugarme en contra. Al parecer, al guardia de la morgue le pareció un tanto sospechoso que un hombre acudiera a identificar el cadáver de un familiar caminando a los saltos y con una sonrisa indisimulable dibujada en el rostro. En un tono afable, como si estuviera hablándole a un nene, a un borracho o a un lunático, me pidió que me marchara.
Ese tipo ya me tiene fichado, pero yo no pierdo el entusiasmo. Será cuestión de preparar una coartada mucho más convincente y volver una vez que hayan cambiado la guardia.

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