miércoles, 9 de enero de 2013

Día 9 - Limpieza profunda



Hoy me desperté tempranísimo cantando “La canción del beso”, de Panam. Al principio me sentí devastado y el único motivo por el cual no seguí durmiendo fue el miedo a volver a despertarme cantando esa canción. Meditando llegué a la conclusión de que si realmente pretendo ordenar mi cabeza debería comenzar por ordenar mi departamento.

Es un dos ambientes. Hay una habitación, que con el correr del tiempo fue convirtiéndose en depósito, y está el resto, que con el correr del tiempo fue convirtiéndose en habitación. Sí, debo confesar que duermo en un colchón tirado sobre el piso del “living-comedor”, porque mi cama sirve de soporte a un sinnúmero de porquerías de las que tendría que haberme deshecho hace un buen rato. No cambio las sábanas desde hace… No recuerdo cuándo. A veces es mejor pasar por olvidadizo y no por otra cosa peor, y si no pregúntenles a los tantos borrachos que el día de la resaca acusan amnesia y pretenden no recordar ninguna de las “imprudencias” que cometieron durante la noche anterior. Olvido selectivo es que le llaman.
La cuestión es que tengo que limpiar y no sé qué hacer ni cómo hacerlo ni por dónde empezar. No es culpa mía. Nunca nadie me enseñó a limpiar y lo poco que sé hacer, o aprendí a hacerlo solo, o buscando en internet, o por intuición e instinto. De todos modos, a veces me viene el recuerdo de aquella mañana en la que mi vieja quiso enseñarme a afeitarme y le agradezco a Dios por cada una de las cosas que no me hayan enseñado. Mi viejo estaba en un viaje de negocios (después me enteraría de que no estaba de viaje y que lo único que estaba negociando eran los términos del divorcio) y mis hermanos y yo estábamos bajo el exclusivo cuidado de mi vieja. Por esa época yo tenía catorce años y un bigote del que hasta el mismísimo Cantinflas se habría burlado impunemente. Había terminado de bañarme y me estaba peinando cuando mi vieja entró al baño, agarró la espuma de afeitar y comenzó a embadurnarse la cara. “Cagamos”, pensé yo. Acto seguido se pasó la navaja por la piel indicándome la correcta inclinación del filo. Sentí como si un cura estuviera enseñándome a ponerme un preservativo y en las navidades siguientes pedí una madre nueva. No me la concedieron. Para reyes fui menos ambicioso y pedí, con mejor suerte, una afeitadora eléctrica. Desde entonces nunca volví a afeitarme sin la ayuda de la electricidad. A pesar de esto, de tanto en tanto me sobreviene el recuerdo del rostro de mi vieja cubierto con espuma de afeitar y pienso que si esa fue, durante unos meses, la cara de mi referente masculino, entonces tengo que sentirme orgulloso por el simple hecho de haber sobrevivido la adolescencia. Me mantuve virgen, sí, pero la pasé.
Para mí la limpieza funciona como un multiple choice. No sé si la lavandina debe ser diluida en agua fría, tibia o caliente; no sé en qué compartimento del puto lavarropas debo colocar el jabón en polvo (en esa hago trampa y lo pongo en los dos); no sé si tengo que barrer antes o después de pasar un trapo húmedo; no sé si debo lavar los platos con el lado verde de la esponja o con el lado amarillo… No sé nada. Para colmo, por más que lo descubra, va a pasar tanto tiempo hasta la próxima vez que limpie, que voy a haberme olvidado.
Mejor… mejor dejo todo este asunto de la limpieza para mañana. Esta noche voy a asistir, por primera vez en la vida, a un grupo de terapia alternativa que me recomendó mi terapeuta amigo. No le tengo mucha fe, pero las esperanzas de lograr una extensión en la licencia dependen de que le haga caso. Además, estoy más al pedo que los baños de la playa, así que voy a ir. Mañana… mañana será otro día de limpieza profunda.

No hay comentarios:

Publicar un comentario