viernes, 25 de enero de 2013

Día 25 - La vida me sonríe

Hoy me desperté cantando “Cenicienta”, de Los Chanchos Rengos. Tuve que googlear lo que cantaba, porque no la conocía. Por un momento me ilusioné con la idea de que el dj en mi cabeza hubiera empezado a componer, pero no.
Todavía me duele la mandíbula del piñón que me puso Vicky, la loca de los guantes de cocina. A pesar del hielo y de los analgésicos, anoche no pude pegar un ojo y hoy temprano decidí volver a la guardia del hospital para que me hicieran unas placas. Fui a primera hora, pensando que así lograría que me atendieran rápido. Tenía la sospecha de que el golpe me había acomodado el cerebro y que, como consecuencia, estaba empezando a tener buenas ideas. Nada más alejado de la realidad. Para empezar, ¿cómo se hace para llegar temprano a un lugar que atiende las 24 horas?
Siempre que tengo algún dolor, me siento el ser más miserable del mundo, y aunque sé que el planeta está lleno de personas que enfrentan padecimientos más severos que un dolor de mandíbula, no puedo evitar considerarme el más desdichado de los desdichados. Si a alguien le sucede algo parecido, lo invito a que se acerque a la guardia de un hospital un viernes a la mañana. Ni bien entré perdí las esperanzas de ser atendido de inmediato. Me paré en un rincón, porque no había ningún asiento libre, y paseé la mirada por el lugar. Parado en la otra punta de la salita, había un hombre con un parche en el ojo… Hasta ahí todo normal. Su pequeño problema consistía en que le habían partido el ojo sano de un botellazo. Algo me decía que en un par de horas se convertiría en un hombre con dos parches y ningún ojo a la vista. Cerca de él, sentada sobre dos sillas, había una mujer con las piernas abiertas y un bulto del tamaño de un melón asomando. Más tarde, hablando con alguno de los presentes, me enteraría de que estaba ahí desde la víspera de navidad, esperando un turno para dar a luz. Había pasado ahí no sólo la navidad, sino también el año nuevo y la noche de reyes. Lo que asomaba de entre sus piernas era la cabeza del nene, que ya sabía decir “mamá”, “papá” y “abuelito” y ahora estaba aprendiendo a contar hasta diez… Sentí un poco de envidia por ese nene que, sin haber salido aún del cuerpo se su madre, sabía cosas que a mí me habían demandado años y años de aprendizaje.
Me acerqué a la mujer porque, si bien me costaba hablar por la lesión en mi mandíbula, quería felicitarla por la inteligencia de su hijo.
—Gracias —me dijo—, pero este es un poco chanta. Él se lleva los laureles porque está a la vista, pero en realidad la hermanita le dicta todo desde adentro.
—¿Mellizos? —le pregunté desbordado por el asombro.
—No, mellizos no, trillizos —me corrigió—. El tercero ya salió. Ahora está con el padre, que fue a comprar leche y pañales.
—Y ¿no está dolorida?
—Sí, muchacho, claro que sí, pero no me quejo. Si son unos nenes hermosos. Mire, mírele la carita de ángel que tiene.
La verdad, no quería mirar, me daba un poco de vergüenza, pero por respeto y cortesía lo observé durante dos o tres segundos. Sí, a pesar de las circunstancias se notaba que era un bebé muy lindo. Estuvimos charlando durante un par de horas y, cuando me llamaron para atenderme, les pedí que primero la atendieran a ella. Antes de pasar a la sala de partos me preguntó mi nombre.
—Natalio —le dije yo.
—Bueno, Natalio —me dijo señalándose la entrepierna—, salude a su tocayo.
No lo podía creer. Estaba exultante. En agradecimiento, le iba a poner mi nombre al cabeza de melón. Necesitaba compartirlo con alguien. Me acerqué al hombre del parche, lo sacudí tomándolo por los brazos y le dije:
—¿Vio?, ¿vio lo que acaba de pasar?
El hombre interpretó mi pregunta como un chiste de mal gusto. Para encontrarse en estado de ceguera, tenía bastante precisión en el movimiento de sus puños. Ahora la mandíbula me duele un poco más. Tres horas más tarde me atendieron. Me dijeron que no hacía falta hacerme ninguna placa, me recetaron los mismos analgésicos que estaba tomando y me recomendaron ponerme hielo en la zona afectada.
La pérdida de tiempo, el dolor de mandíbula, la trompada de Vicky... nada me importaba, porque en honor a mí un nuevo Natalio había llegado al mundo. Sí, hay días en los que la vida me ofrece una sonrisa, tímida y desdentada, pero sonrisa al fin.

2 comentarios:

  1. ¿De qué sirven los nombres si no pueden hacer feliz a un niño?

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    1. ¿De qué sirven los hombres si no pueden hacer feliz a un niño? Uy, me puse profundo. Mis disculpas. Saludos!

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