sábado, 19 de enero de 2013

Día 19 - Dos pérdidas irreparables


Hoy me desperté cerca del mediodía cantando “La gallina turuleca”, de Gaby, Fofó y Miliki. Cada vez que cantaba la palabra “gallina” mis brazos se arqueaban y se sacudían imitando el movimiento de las alas. Además de sentirme un reverendo pelotudo tuve la impresión de que, en lugar de evolucionar, estaba involucionando y me invadió la necesidad impostergable de hacer algo con mi vida. Me afeité, me bañé, me vestí y me fui para la casa de Antonio, mi peluquero amigo, para contarle acerca del proyecto de la peluquería en funerales y proponerle iniciar una sociedad. Esta vez no había autos estacionados en la calle. Golpeé la puerta y su mujer, todavía vestida de negro, me invitó a pasar. Antonio estaba sentado en la cabecera de una mesa extensa, con la mirada perdida y la mente ocupada en vaya uno a saber qué clase de pensamientos. Me acerqué y, pidiendo permiso, me senté a su lado.
—Buen día, Antonio —lo saludé.
—Buen día —me dijo—. ¿Usted quién es?
—¡Antonio! —le dije yo mientras me quitaba el sombrero—. Soy cliente suyo. Usted me corta el pelo hace un montón de años.
—¿Yo te hice ese desastre? —me preguntó, entre ofendido e indignado.
—No, Antonio. Usted me hizo un corte precioso. Después tuve que pelarme por inconvenientes personales que no vienen al caso. Pero… ¿no recuerda nada? ¿No recuerda que le cortó el pelo a un montón de gente durante el funeral?
—¿Funeral? ¿Quién murió? —preguntó algo alarmado.
—Antonio, no se haga el zonzo, la tía de sus hijas. No sé si era su hermana o su cuñada.
—¿Murió? —me preguntó y en seguida rompió en llanto.
—Antonio —le dije yo, que comenzaba a perder la paciencia—, supereló, hombre. ¿Quién murió? ¿Su cuñada? Déjese de llorar y pase página de una buena vez.
Entre sollozos, pude oír que Antonio repetía “mi hermanita, mi hermanita”.
—Ah, ¿era su hermana? Bueno, entonces llore, llore un poco más. Por mí no se preocupe.
Superada su crisis nerviosa, traté de orientar la conversación hacia los temas importantes, pero, cual manco en bote de remos, la charla se movía en círculos. A cada rato me preguntaba quién era, yo le recordaba que era su cliente, él me preguntaba si debía considerarse culpable por el desastre que tenía en la cabeza, yo le decía que no, le recordaba sus innumerables cortes de cabello durante el funeral y él rompía en llanto. Me sentí profundamente ofendido. El Parkinson y el Alzheimer no justificaban la falta de respeto hacia un ser humano que se había tomado la molestia de acercarse hasta su casa para hacerlo partícipe de un negocio increíble. Me reincorporé de un salto y, en un tono de voz que aumentaba palabra tras palabra, le dije:
—Antonio, usted se está comportando como un inmaduro. ¿Los problemas existen? Sí, pero la vida continúa. A mí, mi acompañante terapéutica me engañó con dos morenos, un gigante musculoso quiere cagarme a trompadas, tengo el cuerpo deformado en la zona del culo, debo 30 pesos en la panadería, en el trabajo viven metiéndome mano en la deformidad, estoy enamorado de una mujer a la que no veo hace más de una semana, debo doce cuotas de una escaladora que no puedo armar y, como si eso fuera poco, me llamo “Natalio” a secas. ¿Acaso usted me ve lloriqueando por todo eso? No, acá estoy, tratando de superarme, invitándolo a participar de un proyecto que, bien desarrollado, puede salvarnos a los dos. ¿Y usted como me responde? Con evasivas, volviendo una y otra vez sobre las mismas preguntas. Si no le interesa escucharme, dígamelo y no me haga perder el tiempo.
Algo conmovido por mi enfático discurso, Antonio levantó la vista, me miró a los ojos y me dijo:
—¿Y usted quién es?
Esa fue la gota que rebalsó el vaso. Me iba a ir ofendido, dando un portazo que retumbara en toda la casa, pero al parecer la mujer vestida de negro tenía la capacidad de anticiparse a mis deseos, porque antes de que pudiera irme, muy amablemente, me tomó por el fundillo de los pantalones y me sacó a la vereda. Después de acomodarme las ropas me quedé en la calle durante unos minutos, esperando a que, como cuando en las películas echan a alguien de un lugar, volvieran a abrir la puerta para arrojarme el sombrero. Lamentablemente, eso nunca sucedió. Caminando por la sombra para no quemarme la pelada, me volví a mi casa con la tristeza de quien ha sufrido dos pérdidas irreparables: la de un potencial socio y la de un sombrero nuevo.

2 comentarios:

  1. Bueno, calma, todo podría solucionarse cambiando el rubro, y en vez de peluquería funeral poner una fábrica de sombreros "Ruiz". Y el leiv motiv del spot publicitario sería "El hombrecito del sombrero Ruiz".

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muchas gracias, Fernando, por la idea. Aunque sé que no es cierto, a veces me gusta fantasear con la idea de que debo mi nombre a esa canción. Por estos días, estoy encarando varios proyectos en simultáneo, incluido el del salón de belleza en los velatorios, pero si en algún momento se cae alguno, voy a tener muy en cuenta el tema de los sombreros. Saludos!

      Eliminar