viernes, 18 de enero de 2013

Día 18 - Hombre de pocas "P"

Hoy me desperté cantando “La danza del vampiro”, de Axe Bahía, y hasta hice el pasito (contra mi voluntad). Ahora parece que mi cuerpo se sumó a la joda. Lo único que espero, si es que voy a seguir despertándome como un poseso que no tiene ningún control sobre sus actos, es alguna vez empezar el día cantando una de Michael Jackson. Siempre soñé con hacer esa caminata hacia atrás y con tocarme los genitales tan impunemente.
Anoche fui a cenar con Samuel, el del Grupo de Ayuda para Gente con Problemas Pelotudos que no dice palabras con la letra “p”. Fuimos a un restorán tradicional porque quería estar seguro de que nada nos distrajera para poder sacarle información acerca de Vicky, la loca de los guantes de cocina. Llegamos temprano, por lo que el lugar estaba prácticamente vacío, y nos sentamos en una mesa apartada. Durante un buen rato, nadie vino a atendernos y, a decir verdad, no teníamos mucho de qué hablar. Como noté que a Samuel comenzaban a ganarlo el fastidio y la impaciencia, hice un gesto en dirección al mostrador para que mandaran a alguien. Se acercó un mozo, nos dejó la carta y nos preguntó qué íbamos a tomar.
—Una Coca común —le dije yo.
—¿Línea Pepsi está bien? —me preguntó.
—Sí, es lo mismo —le respondí, e inmediatamente el mozo dirigió la mirada a Samuel.
—A mí también, una bebida gaseosa sabor cola —dijo mi compañero.
Antes de que se fuera, Samuel tomó al mozo por el brazo para pedirle algo, pero, a pesar de su esfuerzo, no encontraba las palabras para decidirse a hablar.
—¿Nos trae la canastita? —dijo tras un largo silencio.
—¿La canastita? ¿Qué canastita? —preguntó el mozo, sorprendido por el comportamiento extraño de mi compañero.
—¡Sí, hombre! —intervine yo, sobreactuando mi enojo— ¡La canastita de pan! ¿Qué canastita va a ser si no?
Ese grito me garantizaba un escupitajo en la comida, pero también me sirvió para ganarme, definitivamente, el afecto y la confianza de mi compañero de terapia. A partir de ese momento, cada vez que necesitaba algo, bastaba con que me mirara para que yo interpretara sus deseos. A la hora de ordenar la comida o el postre, si el plato que quería contenía alguna “p”, me lo señalaba en la carta y yo hacía el pedido por él. Por primera vez en mi vida me comporté como un verdadero caballero y pude descubrir que habría sido mucho más exitoso en mis relaciones si en lugar de inclinarme por la heterosexualidad, hubiera sido gay. Cuando pienso en las imágenes pintorescamente traumáticas que me regaló mi madre en los albores de mi adolescencia (con la cara llena de espuma de afeitar o limpiando la casa en pelotas), me pregunto si, consciente de mis limitaciones a la hora de interactuar con mujeres, no estaría intentando empujarme a un mundo de felicidad homosexual; si, como en aquel único verano en el que fuimos a la costa, no estaría invitándome a subir a ese extraño tren de la alegría manejado por el Hombre que Araña y animado por Puto y Trabalín. Así es mi vieja... siempre pensando en mi felicidad. Hoy es viernes. Tendría que llamarla y discutir un rato para agradecerle.
Con el transcurrir del tiempo, la charla con Samuel fue cobrando mayor intimidad y hasta me animé a preguntarle por el origen de su problema pelotudo.
—Si quisiera contarte acerca de mi inconveniente absurdo —me dijo, algo consternado—, tendría que utilizar, inevitablemente, la letra ubicada entre la “o” y la “q”.
Me contó acerca de su infancia en el barrio de “Jardines Reales” (supuse que con ese nombre se refería a Parque Patricios), de su afición por la “Estación de Juegos” (sí, a los dos nos gusta jugar a la Play), de su devoción por las “rimas encadenadas” (a mí también me pareció extraño que le apasionara la poesía) y de ciertos inconvenientes ya superados que tuvo en la “glándula irregular de color rojizo que tienen los machos de los mamíferos unida al cuello de la vejiga de la orina y a la uretra, y que segrega un líquido blanquecino y viscoso”. Me pareció un tanto joven como para tener problemas de próstata, pero si él me lo dijo, cómo no le voy a creer.
Llegando al final de la cena, cuando ya había pagado la cuenta y no teníamos más para contar, me atreví a preguntarle por Vicky.
—A Vicky —me dijo— yo no la conozco mucho. Es una mujer muy reservada. De toda la Reunión de Ayuda, la que más la conoce es Gallareta. Tendrías que reunirte con ella.
—¿Gallareta? —le pregunté, porque nuestra charla había sido tan amena que por momentos olvidaba su problema pelotudo, y su hablar era tan fluido que la ausencia de “p” pasaba desapercibida.
—¡Gallareta! —me dijo— ¡La de la Reunión de Ayuda! ¡La que no consigue hacerle el nudo a las bolsas de residuos!
—¡Ah! ¡Pato! —le dije yo resaltando, sin intención, su inconveniente absurdo.
A partir de ese momento nada volvió a ser igual. Hasta que nos fuimos, se mostró fastidioso, impaciente e irascible. Por fortuna, ya me había anotado en una servilleta el número de Pato. Ahora tendría que llamarla e invitarla a comer para ver si ella me puede dar el teléfono de Vicky. Mi piel maltrecha necesita la caricia de sus guantes de cocina.

2 comentarios:

  1. ¡Excelente! ¿Que se cree este mequetrefe? Se ve que teme ser el que es. Se merece que le peguen.

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    1. Muchas gracias, Fernando. Me veo en la obligación de advertirte acerca de las secuelas inherentes al abuso de una letra. Te lo digo por experiencia ajena. Saludos!

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